Introducción
Pese a la «precariedad», pese también a que la Iglesia y la vida consagrada estén pasando por la fase baja de un ciclo histórico, los dos ponentes de ayer por la tarde dejaron abiertas las puertas a la esperanza. El cristiano es básicamente un ser optimista, por ser un hombre de esperanza, y la esperanza no falla. La historia, por su parte, nos obliga a levantar la mirada y a dirigirla hacia un futuro esperanzado. Dicho de otro modo, después de habernos acercado a la realidad de la vida consagrada, desde la sociología y desde la historia, en la tarde de hoy, día doce de abril, nos formulamos un nueva pregunta: «¿Vemos las señales del Espíritu?». Preguntamos por las señales o por los vestigios, porque el Espíritu se muestra frecuentemente en un leve susurro, no en el huracán, ni en el terremoto, ni en el seno de un fuego devorador. La mirada diáfana y el oído atento son capaces de descubrir la presencia y la actuación del Espíritu. Dos nuevos ponentes dieron respuesta a la pregunta.
El nuevo rostro que el Espíritu va diseñando
La profesora y teóloga ecuménica, María José Arana (religiosa del Corazón de Jesús), aportó su respuesta como teóloga y desde una perspectiva feminista. Ya en los preámbulos de su intervención, nos trasladó a Nairobi (Kenia). Entre los participantes en una masiva ma-nifestación, que enarbolaba una pancarta con esta leyenda «otro mundo posible», descubrió la presencia de una vida consagrada «multicolor…, inclusiva, inserta… ¡preciosa!... Una vida consagrada sedienta de nuevas posibilidades para la humanidad, buscando caminos alter-nativos para la solidaridad y la justicia…, palpando la necesidad de lo alternativo y de una nueva espiritualidad», dijo María José.
A continuación fue enumerando y describiendo algunos rasgos del Espíritu: la opción por los pobres y excluidos; envejecer aportando sentido y sabiduría a una Europa envejecida; la apertura a una nueva espiritualidad inclusiva capaz de descubrir la presencia inefable de Dios a un mundo sediento. Todos estos rasgos, entre otros, convergen hacia una unidad y fraternidad universal, no sólo en el campo del conocimiento, sino principalmente en el campo del amor, donde la vida consagrada encuentra un lugar de misión desde su experiencia comunitaria, abierta a la conversión afectiva y a la reconciliación.
No cabe duda de que el nuevo rostro que el espíritu va diseñando en la vida consagrada, hoy adquiere rasgos más humildes. Muestra un rostro «más envejecido, pero irradia sabidur-ía» sin perder el «frescor del niño». Es un rostro menos europeo y más multicolor. Sus ojos son menos «‘recogidos’, pero más abiertos a la vida» y a las necesidades humanas. Aunque goza de menos prestigio, tiene un liderazgo más social, porque sus facciones son «más senci-llas, cercanas y misericordiosas». Abandonado su situación de privilegio, se ha hecho real-mente «‘uno de tantos’, más en consonancia con el Jesús del evangelio». No huye del mun-do, sino que lo contempla con amor, «y escucha con atención sus gemidos y necesidades. La vida consagrada que va diseñando el Espíritu comunica esperanza y nos compromete a «una seria responsabilidad de cara al futuro», fueron las palabras finales de la profesora María José.
El gran desafío de la misión, principio regenerativo de la Iglesia
Tal era el título de la segunda ponencia. El Sr. Cardenal Don Oscar Rodríguez Maradiaga, Arzobispo de Tegucigalpa, nos deleitó con la voz fresca de «la viña joven» (América). Hablaba como salesiano y como pastor de la Iglesia. «De re nostra agitur»: «se trata de algo nuestro», dijo en los inicios de intervención. Para servir al Evangelio, que es lo nuestro, es preciso trasladarse a «la otra orilla». Ya en la otra orilla, los poderes de este mundo nos instan a formar comunidades en un mundo fuertemente privatizado, a tener un alto grado de discernimiento para penetrar con la fuerza del Evangelio las realidades que impiden el Reino. Es necesario, para ello, captar los nuevos signos de los tiempos y acudir a los nuevos areópagos de la misión. Valores como la unidad, la fraternidad, la comunión y la comunica-ción son auténticamente evangélicos y medio ineludibles para la misión
La misión de la vida consagrada ha de consistir en profundizar cómo dar desde la pobre-za y también desde la alegría de la fe: saber ofrecer de pobre a pobre. Siendo uno de tantos, un pobre entre los pobres, la misión se trona cercanía personal y afectividad pastoral. No es suficiente, sino que se precisa apoyarse en la experiencia testimonial de una vida confiada en Dios sin temores; en lo que el Sr. Cardenal llamó «el Kerigma fundante». Únicamente apo-yados en el encuentro personal con Cristo, se puede vivir el testimonio misionero. En este momento histórico se requiere una respuesta innovadora, de calidad, que esté basada en la santidad, y encarnada en la vida cotidiana de los hombres, porque la evangelización no es ajena a la promoción humana. Como los desafíos misioneros proceden de todas partes, es in-eludible que la animación misionera la vida consagrada empuje a los laicos a ser protagonis-tas. Si alguien se obstinara en mantener actitudes defensivas, caería en la pasividad. No es lícita la pasividad, sino que es preciso recrear, con la fuerza del Espíritu, la pasión por la mi-sión. En definitiva, «remar mar a dentro», «ir a la otra orilla» supone asumir el espíritu profético como vida alternativa. Un grave enfermedad padece nuestro mundo, nuestra Iglesia y la vida consagrada: están aquejados de una severa «cardiopatía». Necesitan un marcapasos, para que el corazón late con el ritmo siguiente: «Ay de mí si no evangelizo», dijo el Sr. Car-denal emulando a san Pablo, mientras emitía por el micro el nuevo ritmo cardíaco. El aplauso espontáneo de la sala fue atronador. Con este aplauso cerrado finalizó la intervención del se-gundo del Cardenal Maradiaga.
A la escucha de la Palabra
Como ya se hizo el día anterior, y será una constante de la Semana, la presentación de los ponentes fue precedida de una breve lectura bíblica, como preparación para la meditación conclusiva. Tres fueron las lecturas de esta tarde: Nm 11,24-29: «¡Ojalá que todo el pueblo de Dios profetizara!»; Jl 3,1-5: «Derramaré mi espíritu sobre todos»; y Hch 2,1-4: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar». El ambicioso deseo de Moisés fue heredado por la profecía y se cumplió el día de Pentecostés. El Espíritu se derramó (como agua fina que empapa la tierra o como fuego teofánico) sobre los que estaban reunidos en «el mismo lugar». Gentes procedentes de los cuatro puntos cardinales fueron tes-tigos del fuerte ruido. También sobre ellos vendrá el Espíritu, como sucedió en la casa del pagano Cornelio, mientras Pedro hablaba. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, sin que exista distinción alguna de sexo, edad, condición social o procedencia étnica. Nuestra Iglesia y nuestra vida consagrada necesitan un nuevo Pentecostés; necesita testigos, cuyo empeño sea afirmar que nuestro único Dios es el Señor, y nuestro Dios es el Salvador. Dirigió la me-ditación el P. Ángel Aparicio (claretiano), bajo el título: «Vuestros ancianos profetizarán… los jóvenes tendrán visiones». A las 20:30 terminaba la sesión vespertina.
Mª Isabel Aguado Sánchez
Ismael Correa Marín
Ángel Aparicio Rodríguez
(Cronistas)